Secretos a voces, Alice Munro

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Munro

Pasar, como me ocurrió, de la lectura de «Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio» a la de «Secretos a voces» representa un salto de ciertas cualidades. En los primeros cuentos, por ejemplo, en el extraordinario «Entusiasmo», en «Una vida de verdad» o en «Una virgen albanesa» puede encontrarse la modulación de esa preocupación que para Munro suscita la construcción simbólica de la felicidad. Para los personajes principales de estas dos narraciones citadas, la felicidad no es algo que ya esté dado por procesos vitales o establecidos por la sociedad. Hay una idea quebrada de la felicidad, cuyas partes sueltas se perdieron. Las elecciones de las mujeres de esos tres cuentos, que las llevarán a diversas experiencias matrimoniales, se dan por un motivo al que es incómodo mencionar como «destino» o «libre albedrío». En todo caso, el libre albedrío de estos personajes es de un desamparo duro. Es que el libro (sus historias, sus personajes, sus pequeñas situaciones) parece adelantarse a quien lo lee llevando en sí una lógica perdida, algo que está en las márgenes de la narración. Y la narración sólo puede realizar unos gestos mudos, como en el caso de alguien que quiere hacer notar la presencia de un tercero de la manera más discreta posible. De ahí que los pasajes epistolares o de resúmenes de historias que llegan de segunda mano sea una constante de todos estos cuentos. Hay algo en la apertura del sentido que se establece con cada cuento que invita a identificar un malestar; entonces, la misma narración pasa a ser no la develación, sino la manipulación de ese malestar. Y acá, para sorpresa de quien ya lleva leídos tres cuentos y se encamina a la mitad del libro, nace el horror. El tan imprescindible, magistral «Secretos a voces» funciona como el sacudón en medio del vacío que irán a confirmar las dos joyas con las que se cierra: «Han llegado naves espaciales» y «Vándalos». Las capas de sentido que conforman cada pasaje del cuento «Secretos a voces» afirman tan sólo una pequeña parte de una serie de catástrofes. Todo parece comenzar con la desaparición de una muchacha en un campamento de adolescentes mujeres. Nunca aparece. Las sospechas, como suele suceder, son varias: se fugó con un hombre, la asesinaron, la raptaron, se ahogó en el río, etcétera. Ese es un primer vacío que incomoda, el de un horror no confirmado. Pero hay otro más molesto y que, madito sea el oficio de reseñar libros, puede componerse algo más lejanamente con expresiones de otros personajes que conforman el relato. De hecho, «Secretos a voces» revela el horror asordinado que late en el inconsciente norteamericano en una secuencia bien conocida con rasgos como «desaparición-casa abandonada en el bosque-un loco-investigación policial…». En «Han llegado naves espaciales», por su parte, la desaparición tan sólo de una noche de una adolescente (supuestamente guiada por seres extraterrestres) se cruza con la historia de otra adolescente que descubre de pronto que su idea del amor ha cambiado, o que su idea de cómo se desea a un hombre no es lo que era. Tal parece que en la yuxtaposición de esas historias no habría confluencias. Pero es un error pensarlo. Allí están reunidas de algún modo, pero son las partes que faltan las que nos hacen suponer que su ausencia no es arbitraria.
Una explicación de por qué «Secretos a voces» (el libro) está conformado por historias que entran y salen como si nada (como si las palabras no significaran ya mucho) puede darla la característica casi de saga que posee. Se trata de una saga asaz faulkneriana, establecida no en la correlación de sucesos, sino en los vacíos que se abren entre las experiencias a primera vista poco conciliables a través del tiempo. Los cuentos están ambientados en Carstairs, Londres (Canadá) y sus alrededores en diferentes épocas, con apellidos que se reiteran (caso de los Doud). Esos saltos en el tiempo permiten rastrear las alteraciones de la sensiblidad, esa sensiblidad que sólo puede juzgarse no en la gran Historia, sino en las largas horas en que dos mujeres tratan de entender todo lo que las rodea mientras toman el té.

Durante un verano Eunie y Rhea jugaron juntas, pero ellas nunca lo consideraron un juego. Lo llamaban juego para contentar a los demás, pero era la parte más seria de su vida. Lo que hacían el resto del tiempo les parecía frívolo, algo fácilmente olvidable. Cuando salían del jardín de la casa de Eunie e iban por la orilla del río, se convertían en personas distintas. Las dos se llamaban Tom. Las dos Toms. Para ellas, un Tom era un nombre común, no sólo un nombre propio. No era ni masculino ni femenino. Designaba a alguien excepcionalemente valiente e inteligente pero no siempre afortunado y -casi- indestructible. Los Toms libraban una batalla, que nunca acabaría, con los Trasagos: (Quizá Rhea y Eunie hubieran oído hablar de los trasgos.) Los Trasagos merodeaban por el río y podían adoptar la forma de ladrones, alemanes o esqueletos. Tenían una maldad infinita. Tendían trampas y emboscadas y torturaban a los niños que secuestraban. A veces, Eunie y Rhea conseguían llevarse a niños de verdad -los McKay, que vivieron una corta temporada en una de las casas del río- y les convencían de que se dejaran atar y azotar. Pero los McKay o no sabían o no querían someterse al juego y enseguida se ponían a gritar o se escapaban a casa, así que volvían a quedarse las dos Toms solas.

(del cuento: «Han llegado naves espaciales»)

Calificación: Excelente.
Título original: Open secrets (1994).
Traducción: Flora Casas.
Editorial: RBA, Buenos Aires, 2010.
ISBN: 978-987-609-224-1

3 comentarios sobre “Secretos a voces, Alice Munro

  1. Me dejaste con ganas de leer a la señora Munro, cuyo apellido me recuerda a un personaje maligno de unos dibujitos que yo veía de chico (Munra, de los Thundercats), en fin…

    Y justamente, ese juego de cambios de identidad y de maldades y castigos que tienen los niños de estos cuentos me deja cierta curiosidad y expectativa…

    ¡Un abrazo!

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