

“Frío en Alaska” es un libro hecho de a pedazos, en más de un sentido. Por un lado, está formado por cuatro relatos que no funcionan de forma independiente, pero cuya interdependencia no es, tampoco, del todo evidente o estructural. Me refiero a que la suma de los cuatro no da como resultado una novela o una nouvelle, ni siquiera da como resultado un relato largo. Son cuatro piezas que se parecen levemente (personajes que se repiten, circunstancias que se asemejan) pero que nunca llegan a ajustarse en verdad, como si se tratase, después de todo, de piezas pertenecientes a cuatro puzzles distintos, no a uno, y el lector sólo pudiese enterarse de esto al querer armar con ellas un conjunto coherente. Más que un deseo de jugar en los intersticios de los géneros, lo que le impone esta estructura al libro es una vocación del extrañamiento, o, quizá haya que ser más preciso, de trastocamiento.
Así, desde el título aparece el juego de socavar la presunción del lector, puesto que es bastante esperable que haya frío en Alaska, ¿no? Pero aquí Alaska no es la Alaska que se nos viene a la mente cuando leemos ese nombre, sino un ignoto balneario situado en un punto no especificado del mapa europeo. Que Alaska no sea lo que se supone que es, ni esté donde debería estar, ni se nos especifique entonces dónde está realmente, resume el procedimiento central del libro. De modo que el protagonista, un tal Lekman al que podemos intuir treintañero, es un nórdico alto y rubio que no vive en Suecia o Noruega sino en Buenos Aires, mientras su novia (o su ex novia, de hecho), Fernanda, es una periodista que se encuentra en Londres para una beca de dos años de investigación sobre artes plásticas. Mes a mes ella envía todos sus tickets de gastos a Lekman para que este los ordene y presente la justificación contable ante la Fundación benefactora. Mediante esta tarea (muy parecida a revolver la basura de alguien), y a falta de saber qué piensa o siente su novia, Lekman se consuela con tener una idea de lo que hace, adónde va, qué cosas compra, etc. El trabajo periodístico de Fernanda se centra en cuatro artistas plásticos que desarrollan sus carreras en países que no son sus lugares de origen, cuatro exiliados de los cuales uno de ellos es el propio Lekman, quien tuvo en algún momento veleidades de artista (exposiciones, bienales, comentarios en la prensa). Pues bien, la idea de que la conducta externa puede funcionar como sustituto del conocimiento de la interioridad pauta el tono del libro: vemos a Leckman hacer cosas sin saber a ciencia cierta por qué. Muchas veces, lo que se oculta es un antecedente, la parte de la historia que está fuera del discurso sin que se haga referencias esclarecedoras hacia ella. Otras veces, lo que se oculta es la motivación de las acciones. Así es que Lekman va una noche a un supermercado chino y compra unas cuantas cosas. Sale caminando y detrás lo sigue un chino que empuja un carrito con las bolsas de la compra. Leckman comienza a preguntarse cuántas cuadras podría seguirlo sin preguntar, como un perro. Hasta que llegan a una esquina y Lekman se tira a cruzar de forma temeraria, el chino lo sigue sin mirar y es atropellado. El chino se levanta y se va rengueando y Leckman termina yéndose con la gente del auto (dos hombres y dos mujeres) a un tugurio bailable. Esta curiosidad algo infantil de “¿qué pasaría si…?” ocurre a un nivel superficial, sin relaciones lógicas entre las partes: curiosidad, atropellamiento, consecuencias del atropellamiento. La deliberada falta de argumentación empuja los relatos a cierta intrascendencia en la que las cosas se limitan a ocurrir y a ser observadas. El resultado es la perplejidad, tanto de Lekman (que todo el tiempo parece un animal encandilado) y, por añadidura, del lector.
Lo onírico guarda especial importancia en el tercer relato, “L.” (que bien podría ser la inicial de Leckman o referirse a lo lisérgico del texto), y en el cuarto, el que le da su título al volumen. Lekman no puede dormir, sale a caminar por la ciudad y cree ser perseguido por un extraño al que más tarde le rompe (o sueña que le rompe) un botellazo en la cabeza; o se duerme en el autobús camino a Alaska y al despertarse está solo en el desierto blanco de un salar, camina y camina hasta toparse con tres hombres, uno de los cuales le dice: “Los animales no sueñan con irse de vacaciones”. Entrar al sueño y salir, pero no a la vigilia, sino a otro sueño, y luego a otro, y al final, sí, a la vigilia, pero fueron tan raros los sueños, tan enredados, que quién sabe, entonces.
Hay que reconocerle a Capelli la intención de renunciar a la historia y el argumento (renunciar, al menos, a sus formas más convencionales), y conseguir un conjunto sugerente e inquietante, que hace de su fragilidad melancólica una declaración de principios. Quedan sobre el libro un par de dudas: ¿cuáles son los límites de un estilo así? Los límites físicos, la cantidad de páginas que un lector puede avanzar en este territorio. Los límites intangibles, el potencial connotativo de una forma narrativa que apueste con tanto ahínco a la incertidumbre. Sería interesante ver a Capelli explorando esos límites.
Por último, hay que señalar ciertos problemas formales que una corrección-edición más atenta habría subsanado. Doy un par de ejemplos: “Están solos y no sabés si van a poder volver a estarlo”; “y un locutor de trasnoche le preguntó en qué número de la zaga de una película pasaba tal cosa”; “De vez en cuando, compra aspirinas siempre en la misma farmacia”.
No entendés: escribir es demasiado íntimo como para que otro lo corrija, un ajuste de cuentas entre la experiencia, las lecturas y el lenguaje, dice así, como si estuviera citando a alguien. Porque cada frase que escribo es como avanzar en el desierto arrastrándome sobre mi vientre. Y los talleres literarios son incubadoras de enfermedad y rencor, y los que ahí critican con moderación son los peores, porque ni siquiera se toman la molestia de buscar los motivos. Que, o te envidian, o solo quieren cogerte. Y ni hablar de los de poesía, los peores. Si la literatura de acá al menos fuera un hospicio, pero es un geriátrico al que los jóvenes van de visita con regalos.
Calificación: bueno.
Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2008.
ISBN: 978-987-24266-4-4
y este conocimiento le hace sufrir».