Conversaciones con Woody Allen, Eric Lax

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Lax
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A comienzos de los años ’70, Eric Lax, un joven periodista que trabajaba para el New York Times Magazine, se vio interesado en la figura de un pequeño muchacho oriundo de Brooklyn que se ganaba la vida desde hacía ya bastante tiempo escribiendo chistes para programas televisivos y haciendo stand-up en clubes de New York. Era una figura marginal, en cierto modo, un judío gracioso de algo más de treinta años que se reía de sí mismo y que acababa de debutar en el cine como director (pese a haber escrito algún que otro guión con anterioridad) en la película “Take the money and run”. El primer encuentro entre Lax y Allen no arrojó mucho resultado como para una buena nota en el New York Times Magazine. Lax se encontró con una personalidad absolutamente distinta a la del cómico que se veía en el escenario o las películas. Sin embargo, el periodista halló la expresión de una personalidad que se estaba desarrollando a pasos agigantados y aquel fue el primero de una serie numerosa de encuentros a lo largo de más de cuatro décadas.
Los lectores encontrarán aquí a un Woody Allen, que, como él lo afirma constantemente, no es el ser neurótico o hipocondríaco o depresivo y existencialista a ultranza de sus películas. El Woody Allen de las entrevistas es una persona reposada, concienzuda, pero sobran anécdotas y declaraciones con las que enlazar su personalidad con la del personaje que ha interpretado por años, como por ejemplo se aprecia en la anécdota de la compra de una casa frente a la costa Atlántica en la época en que era pareja de Mia Farrow. Pero eso es un aspecto menor o curioso.
Aunque cada capítulo del libro se concentre en un aspecto preciso de la tarea del cineasta (La idea; El guión; Reparto, actores e interpretación; Rodaje, platós, localizaciones; Dirección; Montaje; Música), siempre hay un movimiento pendular, capítulo a capítulo, que ilustra la evolución de la mirada de Allen desde la época en que filma “Bananas” o “Todo lo que usted quiso saber sobre sexo…”, pasando por los ’80, mientras filma “Otra mujer” o “September”, hasta llegar a la década pasada y tomar los tiempos entre los rodajes de “Match-point” o “El sueño de Casandra”. Esos parecen ser los tres grandes grupos temporales sobre los que, a grandes rasgos, cada capítulo insiste y en los cuales Allen se desliza de forma interesante sobre las diferencias entre la tragedia y la comedia, los problemas que lleva elegir una fotografía adecuada, sus influencias, sus loas a sus actrices (Keaton, Farrow, Rowland, Johanson más tarde), su desinterés por sus propias películas y su figura o su amor al jazz y a los musicales de antaño. Hay pasajes notables, como el de la elección de locaciones y la discusión de la fotografía con Sven Nikwist en el rodaje de “Otra mujer”… Hay momentos hilarantes, como cuando viaja al Sur para grabar parte de la banda sonora de “El dormilón” junto a la Preservation Hall Jazz Band, una secuencia que podría ser el germen de un film como “Stardust memories” (1980)… Pero el problema del libro, de toda una sucesión de casi quinientas páginas de entrevistas que van todo el tiempo de los ’70 al comienzo del siglo XXI, está en que la conversación se vuelve repetitiva, a veces de una manera fastidiosa en la que Woody Allen repite otra vez el mismo elogio sobre la capacidad interpretativa de Diane Keaton o sobre por qué no le gusta actuar en todas las películas o acerca de la sorpresa que le dio el auge de “Match-point”. Por lo tanto, la división temática de los capítulos se vuelve, aparte de arbitraria, innecesaria, ya que el pensamiento de Allen es transversal (algo obvio en el mundo del cine, donde confluyen tantos aspectos diversos). Lax, en cambio, peca de reducir a Allen a los mismos detalles en vez de abrir las posibilidades de discusión y preguntarle a su entrevistado sobre otros temas que no dejan de relacionarse con su obra y que se le escapan todo el tiempo, como, por ejemplo, nada menos, las lecturas, o (algo apenas insinuado en unas páginas) sus ideas sobre otros directores. Esa es la causa de que uno de los capítulos finales (“Música”) se vuelva un oasis sorprendente en un desierto de agotamiento discursivo.

A medida que me hago mayor, el término “legado” surge por todas partes y yo, personalmente, no tengo ningún interés en mi legado, porque creo con firmeza que cuando uno está muerto el hecho de que una calle lleve tu nombre no sirve de mucho a tu metabolismo…, no hay más que ver cómo acabaron Rembrandt, Platón y tantas otras personas insignes. Ahí están, criando malvas. Puede que deje un pequeño legado económico a mis hijas, nada desorbitante, pero cuando esté muerto, por mí podrían coger todas mis películas con los negativos incluidos –todo salvo esa pequeña asignación económica para mis hijas- y arrojarla por el retrete. El gran Shakespeare no está mejor que cualquier vago sin talento que escribía obras de teatro en a Inglaterra isabelina y que no conseguía producirlas, y si alguna vez lo lograba la gente salía huyendo del teatro. No es que no crea que no tengo ningún talento, pero no tengo el suficiente para hacer bombear la sangre de mi cuerpo una vez que este entre en rigor mortis. De modo que el tema del legado no me preocupa lo más mínimo. Tengo una frase que lo expresa a la perfección: “En lugar de vivir en el corazón y la mente de mis congéneres, preferiría vivir en mi apartamento”.

Calificación: Bueno.
Título original: Conversations with Woody Allen (2007).
Traducción: Ángeles Leiva.
Editorial: Debolsillo, Barcelona, 2011.
ISBN: 978-84-9908-000-0