

Veinticuatro relatos y dos folletines escritos entre 1941 y 1952 conforman la obra de ficción de Walt Whitman. ¿La lectura de esta obra temprana puede ampliar nuestro conocimiento del poeta o deberíamos, tal cual era su deseo, dejarla caer en el olvido?

Pecados de juventud y necesidad. El 5 de noviembre de 1842, la edición del semanario neoyorquino «The New World» publicó este anuncio: «¡Saludos a los amigos del antiacoholismo! Franklin Evans, o el borracho: un relato de nuestros días, por un popular autor norteamericano». El popular autor era Walter Whitman. La novela apareció en la edición del 24 de noviembre, en la colección «Books for the People», y se vendieron veinte mil ejemplares, una cifra que ninguna edición de Hojas de hierba alcanzó en vida del poeta. Whitman ganó 75 dólares por la novela.
En mayo de 1888, en una charla con uno de sus discípulos, Horace Traubel —quien se convertiría en su biógrafo—, Whitman se refirió en estos términos a Franklin Evans: «Dudo que quede un ejemplar. Yo hace muchos años que no tengo ninguno. (…) El ofrecimiento de dinero contante y sonante era muy tentador y como yo iba muy corto por aquellos tiempos me puse manos a la obra de inmediato (…) En tres días de trabajo frenético acabé el libro (…) Era una auténtica porquería de la peor calaña. Eso de la novela no era para mí, y ahí es donde puse punto final. Nunca más tropecé con la misma piedra».
No era la primera vez que Whitman renegaba de su prosa de juventud. En el prefacio de Specimen Days and Collect (1882), donde se recogían nueve de los más de veinte relatos que publicó durante la década de 1840, el poeta se excusaba y, de algún modo, también pedía clemencia: «Mi deseo más ferviente sería que todos esos escabrosos relatos de juventud se quedaran en el olvido, pero con el fin de evitar las molestias que causaría una publicación subrepticia (…) he decidido, contra mi pesar, incluirlos aquí». De hecho, cuando Whitman se enteró de que un crítico tenía previsto volver a publicar aquellas piezas juveniles, dijo: «Estaría tentado de pegarle un tiro si tuviera la ocasión».
Está claro que la prosa de Whitman siempre fue un medio de subsistencia para él, y que los enjambres de académicos que han buceado en ella en busca de los indicios germinales del genio poético han tenido que hacer auténticos malabares voluntariosos para asignarle alguna trascendencia. Whitman escribió con seudónimo, o directamente de forma anónima, muchos artículos para diversos periódicos, desde una serie de columnas de opinión hasta una guía para la salud y el entrenamiento masculino. Del mismo modo, su ficción breve, comprendida en el periodo entre 1841 y 1848, responde tanto a una búsqueda ligeramente personal como a la necesidad de producir piezas vendibles.
Publicados en insignes representantes de la «penny press» —periódicos que costaban un centavo—, los relatos de Whitman son perfectos representantes de una clase de ficción sensacionalista y moralizante muy popular en la primera mitad del siglo XIX, con intenciones didácticas y modos siempre afectados y sentimentales. Whitman vendió su primer relato en 1941 a «Democratic Review». Desde ese primer relato, titulado «Muerte en el aula (un hecho real)», se vuelven evidentes los recursos que utilizará con mucha frecuencia en su ficción breve: la truculencia, el efectismo, la voz de un narrador muy poco sutil, que impone su interpretación de los hechos y sus conclusiones. Whitman veía en la ficción una herramienta para la reforma de la sociedad, por lo que sus textos están plagados de lecciones y sermones de índole calvinista. Así, en «La tentación de Lingave» (1842) se lee: «Arrópate en tu propia virtud, y búscate un amigo y el pan de cada día. Si mientras lo logras, encaneces con el honor impoluto, bendice a Dios y muere. Esa es la enseñanza de alguien cuyos consejos deberían grabarse en los corazones de la juventud». Whitman tenía veintitrés años cuando publicó ese relato.
Es difícil, luego de leer los relatos de Whitman, no estar de acuerdo con el crítico Thomas L. Brasher, especialista en el poeta: «…por mucho que se tenga en cuenta la seriedad de los temas que trata en sus relatos, la verdad, se mire por donde se mire, es que Whitman no tenía ningún tino para la ficción». Y sin embargo, hay que señalar que estos textos guadan chispazos que, a la luz de la vida ulterior de Whitman, funcionan como confesiones apenas susurradas; es el caso de «El defensor del niño» (1941), donde un pendenciero salva a un muchacho de una reyerta en un bar, para luego darle refugio en su habitación. El hombre y el muchacho pasan la noche en la misma cama y Whitman hace un supremo esfuerzo por eludir cualquier carácter reprobable en la escena, reforzando su castidad: llega al límite de hacer aparecer un ángel «por encima de los durmientes», para que «con una sonrisa benigna», los bendiga.
Con frecuencia, a lo largo de los relatos, se percibe cómo el deseo homoerótico es expresado de una manera destilada a través de una ínfima grieta en la represión, es decir, como una fuerza que quiere manifestarse y ocultarse al mismo tiempo y que no busca alarmar a nadie, sino ganar la tolerancia del lector a través de disfraces edulcorados, inofensivos. Es posible que Whitman comprendiera, en el transcurso de esa década de prosa, que la ficción no era el vehículo correcto para sus intenciones —unas intenciones que quizá ni siquiera había descubierto todavía—, y, a medida que su visión se ampliaba, se volvía más profunda y matizada, surgiera en él una necesidad expresiva que no podía ser constreñida por los límites de su talento en ese género.
Whitman, el reformista conservador. Volvamos a Franklin Evans para entender cómo la novela folletín de Whitman se inscribió en un particular momento de expansión del movimiento antialcohólico. Para 1842 ya se habían publicado al menos setenta novelas antialcohólicas. God’s Revenge Against Drunkenness (1812), de Mason Locke Weems, se basaba en la tesis de que el alcohol era un demonio que suplantaba la razón y la virtud del alma humana. Y esa idea, con mil variantes, fue la que predominó en las primeras organizaciones de la temperancia, impulsadas por el Segundo Despertar Evangélico, que ejerció un fuerte influjo disciplinador sobre las clases trabajadoras al asociar el consumo de alcohol con la pobreza, el desorden social y la delincuencia.
No fue sino hasta fines de la década de 1830, con la depresión económica conocida como «el Pánico de 1837» que la lucha antialcohólica fue asimilada por las clases trabajadoras, que ablandaron el discurso admonitorio hasta sustituirlo por la confianza en el poder regenerativo de la voluntad del alcohólico para enmendarse. Fue entonces que surgieron «los washingtonianos» (1840), un conglomerado de sociedades de ayuda mutua que utilizaron las narraciones confesionales de alcohólicos redimidos para propagar su mensaje a favor de la abstinencia.
Muy influida por la retórica washingtoniana, la novela de Whitman cuenta la paulatina degradación de un muchacho que llega a Nueva York para buscar su destino, comienza a beber, a frecuentar tabernas, teatros y casas de alterne, cae en la delincuencia, su vicio le cuesta la vida a dos esposas, viaja al Sur esclavista, toca el fondo de la miseria, abandona la bebida, tiene un golpe de suerte, se convierte en hacendado y vuelve a casarse, ya regenerado como miembro útil de la sociedad.
Franklin Evans está atravesada por frases como esta: «El borracho, aunque haya caído muy bajo, es un ser humano». El carácter conservador de la novela no es más que una extensión del discurso imperante en la época, que ponía el énfasis en la fuerza del carácter, la perseverancia y el temple del individuo, pero que era incapaz de abordar las causas políticas y económicas que habían convertido al alcohol en un problema social.
La idea de que la suma de reformas personales daría por resultado la reforma de la sociedad hacía que la víctima del problema también fuera la única responsable del mal que padecía y del que generaba para los demás. Y Franklin Evans adhiere a esa idea conservadora con fervor: «Lo cierto es que cuando los hábitos de la bebida se apoderan del cabeza de familia son una influencia nefasta, pues engendran un nubarrón negro que lo cubre todo, emponzoña el hogar y poco a poco va descomponiendo la paz que hubiere, al tiempo que acaba por privar a los demás miembros de la familia de toda esperanza de aspiración social».

Una mentira dickensiana. Cuando Whitman le dijo a Traubel que luego de Franklin Evans nunca había vuelto a tropezar con la piedra de la novela, mintió. La mentira tuvo una larga vida, hasta que en 2017, el investigador Zachary Turpin encontró una nueva novela de Whitman, Vida y aventuras de Jack Engle (1952), publicada también en formato de folletín en el «Sunday Dispatch» de Manhattan. La novela se editó de forma anónima y es una comparsa llena de huérfanos, asesinatos accidentales, villanos ruines, caritativos bienhechores, borrachos reformados y un final feliz.
La fama de Dickens en ese momento era inmensa en EEUU. Whitman había explicitado su admiración hacia el británico: «No puedo dejar escapar la oportunidad de decir el mucho afecto que le profeso y la estima que le tengo por todo lo que me ha enseñado a través de sus obras». Dickens está por todos lados en Jack Engle, pero —como apunta con admirable lucidez Valerie Miles en su prólogo— «la novela importa por el capítulo 19». ¿Qué pasa en ese capítulo? Nada, justamente. Allí, Whitman se permite pausar la peripecia, pone a Jack en un cementerio y le permite contemplar, nada más que contemplar: «La hierba alta y tupida me cubría la cara. Sobre mí estaba el verdor, algo cobrizo, de los árboles que se nutren de la decadencia de los cuerpos de los hombres». Y en ese momento sentimos el pinchazo del reconocimiento: Whitman deja de impostar a Dickens y escuchamos su propia voz, una voz incapaz de urdir tramas, una voz que para existir plenamente tuvo que crear su propio lenguaje.
Pero, bien, ¿cuál es la conclusión? ¿Whitman era un prosista mediocre? Ciertamente. Entonces, ¿qué es lo interesante de recorrer la prosa torpe de un poeta inmortal? Tal vez, recordar que la mitificación siempre es una falsificación. Gracias a la mitificación, Whitman ha sido utilizado para vender sopa, autos, vaqueros. Recordar que el poeta reverenciado en sus últimos días como un profeta no fue otra cosa que un hombre, y que como tal hizo suyos muchos de los errores de su tiempo, es una forma de descartar ese camino, siempre más fácil, del mito. Cuando uno asume la condición de genio de alguien, inmediatamente hay algo que deja de percibir en él. La construcción de un genio necesita de una grueso recubrimiento de falsedad gloriosa; por eso, quizá solo la desmitificación pueda permitirnos volver a leer la poesía de Whitman desde un lugar más auténtico. Quién sabe qué encontremos entonces en ella.
Que hermoso.Hace muchos años leí las poesías de W Whitman , me impactó y nunca más tuve la oportunidad de releerlo. Es un buen momento para hacerlo.Gracias.