Todo lo que hay, James Salter

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Salter
Salter

¿Qué es todo lo que hay para Philip Bowman? Todo lo que hay, lo que ha habido, lo que hubo. Si el lector conoce la obra de Salter puede responder a esta pregunta sin necesidad de leer su más reciente novela (que, de hecho, es su regreso al género luego de una pausa de 35 años), porque ya en Quemar los días (autobiografía casi pura) y en Años luz (ficción con anclaje biográfico), todo lo que los personajes perseguían era el talento y el esfuerzo que te llevan al éxito, y el éxito es el que te concede la admiración de los demás, el amor de las mujeres hermosas, la belleza de la juventud que te aparta del mundo y te ubica en un lugar perfecto, muy por encima del resto de los mortales. Repasemos: talento, éxito, admiración, amor, sexo. En el credo público/íntimo de Salter la vida es el tiempo que un hombre tiene para intentar conseguirlo todo, satisfacer todos sus deseos y estar a la altura de todas sus ambiciones. De modo que Todo lo que hay narra la vida de Bowman en esa clave: sus esfuerzos por conseguir lo que desea, sus éxitos, sus fracasos y sus reconstrucciones.

Bowman pelea en la Segunda Guerra como alférez de la Marina estadounidense. Ese es el prefacio de su vida. Vuelve a su país, a Nueva York, a su madre y su familia (sin padre, con tío), para buscar todo lo que el destino le depara. Porque para a los hombres como Bowman el futuro parece ser siempre un campo de promesas, después de todo, Bowman es un WASP (un blanco anglosajón protestante), y piensa como uno, forma parte de una elite y cree que esa elite es el único mundo en el que vale la pena vivir, el único mundo satisfactorio. Intenta comenzar desde arriba, como periodista del Times. No le va precisamente bien y acaba empleándose en una pequeña editorial. Y aquí comienza el desfile de personajes secundarios procedentes de ese círculo elevado al que Bowman aspira pertenecer. Hay que destacar a Eddins, colega y amigo de Bowman, cuya vida ocupa una cantidad considerable de páginas (que quizá sólo fueron incluidas para engrosar el velomen), muchas de las cuales son de lo mejor de la novela. En paralelo a la escalada profesional de Bowman accedemos a la lista de sus amores, unos amores que no pueden escindirse de una concepción profundamente materialista (¿egoísta?), aderezada con ciertas pretensiones de trascendencia. A esta altura es muy difícil que Bowman nos caiga bien, pero esto no influye directamente en la lectura. La primera esposa de Bowman es Vivian, una chica rica de Virginia. La conoce en un bar, vencen la resistencia del padre de ella y el escepticismo de la madre de él, se casan:

Bowman estaba feliz o creía estarlo, había hecho suya a una mujer hermosa o quizá aún una muchacha. Veía la normalidad que se abría ante él, con alguien que estaría a su lado.

Hay muchas cosas que Salter hace muy bien: su noción del tempo episódico es excelente, igual que su poder de caracterización de personajes, y su manera de crear la sensación vívida del paso del tiempo, décadas enteras en unas cuantas páginas. Las etapas vitales de Bowman están marcadas por sus parejas sucesivas. A Vivian (la fría y un poco mojigata chica sureña) la sucede Enid Armour, una exótica mujer que para Bowman constituye una especie de rito de paso. En cierta forma, para los personajes masculinos de Salter eso es lo que siempre son las mujeres: puertas de acceso a un nuevo estado de sí mismo, sujetos transicionales, guías que abren mundos nuevos y que, junto al placer sexual que ellas conceden (el placer que trasmuta la conciencia) también otorgan plenitud, seguridad del derecho del hombre a poseer. Esto es lo que piensa Bowman luego de su primer encuentro sexual con Edna:

Bowman se sentó en la bañera, una enorme tina nacarada como las que hay en los balnearios, mientras se llenaba estrepitosamente de agua. Sus ojos se posaron en unas braguitas  blancas que se secaban en el soporte de las toallas. En los estantes y en el alféizar había tarros y botes con lociones y cremas. Dejó vagar la vista con la mente a la deriva mientras el agua iba ascendiendo. Se deslizó hacia dentro hasta que le cubrió los hombros en una especie de nirvana creado no por la falta de deseo sino por su consecución. Estaba en el centro de la ciudad y Londres siempre iba a ser suya.

La señora Armour es sustituida por Christine. Christine también es exótica, pero de un modo muy diferente al de la señora Armour. Todo es un aprendizaje para Bowman, un ascenso de grado y de intensidad, los momentos sin una mujer son mesetas sin sentido para él, periodos de espera latente, de vida fantasmal. Y cuando el periodo termina:

En el exterior, el día constaba de varios silencios. Las horas se habían detenido. Ella callaba, pensaba en algo, quizá en nada. Era imposible que advirtiese su propio atractivo. Bowman yacía con una espléndida mujer robada a su marido. Ahora era suya, estaban juntos en la vida. Eso lo estremecía de emoción. Perfecto para su carácter, el amante intrépido, algo que él sabía muy bien que no era.

Las vueltas de cada historia amorosa tienen mucho de melodrama, giros triviales, escarceos de alcoba, y es que vista desde cierta perspectiva, toda infidelidad es banal, toda traición, todo desmoronamiento. El estilo de Salter consigue salvar con elegancia estas cuestiones, aunque el lector puede echar algo en falta, algo que traspase la elegancia y que acceda a un lugar diferente. Pero quizá, ahora que lo pienso, Salter piensa que en realidad la vida es precisamente así, una sucesión de ilusiones desmedidas y de decepciones estrepitosas que van ajustando la percepción, y, si dura lo suficiente, hay tiempo para que un hombre sea tanto lo mejor como lo peor que puede ser. Ante el título de la novela uno podía esperar dos cosas: la primera, una intención de totalidad positiva; la segunda, una mirada desencantada a la pequeñez real de la existencia; pues bien, la novela al final es ambas cosas, aunque lo que prevalezca sea la sensación nostálgica de la pérdida: lo que hay desaparece, lo que se posee se pierde, todo muere, y, sin embargo, el tiempo que dura es un tiempo brillante.

He comenzado a pensar en Salter como en un muy buen escritor que se mueve dentro de un espectro muy reducido. Su campo de acción permite variaciones mínimas: creo que ese campo de acción está acotado por sus propias preocupaciones vitales (¿podía ser de otra forma?). A la larga eso lo vuelve mucho menos interesante. Luego de leer toda su obra, no veo en él prácticamente ningún intento de ampliar su propio territorio. Y, en cambio, sus intentos de ahondar en lo mismo no siempre dan como resultado una mayor profundidad, o el descubrimiento de un nuevo modo de acceder al centro de sus motivos. Quiero decir que en el primer contacto con él uno espera mucho más, espera que al investigar en su bibliografía aparezcan otro tipo de tesoros, pero los tesoros son siempre más o menos de la misma clase, como réplicas más o menos logradas. Su estilo depurado se me ocurre, a veces, el pago que Salter nos da por no poder ser un escritor más imaginativo. “No puedo hacerlo todo, pero haré bien lo que puedo hacer”, eso parece decirnos con cada una de sus frases pulcras y delicadas.

Las piernas de Ann parecían más bronceadas cuando se acomodó en el asiento. Los pómulos se le habían quemado. Él se sentía completamente feliz. No quería nada más. La presencia de Ann era un milagro. Era la treintañera de los relatos y obras teatrales que por alguna razón o circunstancia o azar no ha encontrado un hombre- Atractiva, capaz de contagiar vida, una rara avis, la fruta madura que ha caído intacta al suelo.

Calificación: buena.
Título original: All that is (2013)
Traducción: Eduardo Jordá.
Editorial Salamandra
ISBN 978-84-9838-573-1

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