Cuentos y novelas, Walt Whitman

Walt Whitman
Relatos

Veinticuatro relatos y dos folletines escritos entre 1941 y 1952 conforman la obra de ficción de Walt Whitman. ¿La lectura de esta obra temprana puede ampliar nuestro conocimiento del poeta o deberíamos, tal cual era su deseo, dejarla caer en el olvido?

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Ciencias ocultas, Mike Wilson

Mike Wilson
Fiordo, Buenos Aires, 2019, 128 págs.

Ciencias ocultas (2019) es un solo párrafo de más de cien páginas, un sólido bloque de texto que comienza con «un cadáver fresco, tendido, bocabajo, sobre la alfombra». El cadáver está en el centro de un cuadrado formado por dos mujeres, un hombre y un perro. Este inicio, que parece remitir a un problema del policial clásico —incluso al juego de mesa Clue—, genera expectativas convencionales que con el correr de las páginas se verán minuciosamente frustradas.

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La sociedad del cansancio, Byung-Chul Han

Byung Chul Han
Herder editorial, Barcelona, 2019, 118 págs.

El análisis de dos libros del filósofo surcoreano, Byung-Chul Han —probablemente el nombre más popular de la filosofía mediática de los últimos años—, nos acerca a las líneas predominantes de su pensamiento y a la sugestiva potencia de su teoría para diagnosticar nuestro tiempo. Sin embargo, también nos revela el atasco aparentemente irresoluble en el que la era digital del tardocapitalismo nos ha metido.

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Un odio cansado, Martín Lasalt

Lasalt
Fin de Siglo, Mvdeo. 2019, 104 págs.

En apenas un lustro, desde la aparición de su primera novela, La entrada al paraíso (Ediciones de la Banda Oriental, 2014), Martín Lasalt ha pasado a ocupar un lugar central de la narrativa uruguaya contemporánea. Los sucesivos premios obtenidos por sus libros no significarían nada si no estuvieran sustentados por el hecho, simple y veraz, de que Lasalt es el orgulloso poseedor de una voz. Novela a novela, asistimos a las exploraciones de esa voz que prueba nuevos registros, y cada prueba, fallida o exitosa, es una forma de ganar seguridad, de seguir adueñándose de sí misma.

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Magnetizado, Carlos Busqued

Carlos Busqued
Magnetizado

En septiembre de 1984, en el correr de la misma semana, se produjeron cuatro asesinatos en Buenos Aires. Tres de ellos en la zona de Mataderos, el cuarto cruzando la General Paz. Las cuatro víctimas fueron taxistas. Los cuatro asesinados de la misma manera: un disparo calibre .22 en la sien. Los cuerpos, abandonados sobre el volante de los autos inmóviles. En ningún caso faltaba nada más allá de la documentación del auto y del chofer. Más que una serie de crímenes, el mismo asesinato repetido con exactitud cuatro veces. Por espacio de un mes la policía bonaerense buscó inútilmente al asesino, hasta que se presentó en jefatura un muchacho que decía que su hermano Ricardo tenía guardados todos los documentos de las víctimas. Al ser detenido, Ricardo no sólo no negó los crímenes, sino que ayudó a vincularlos entre sí -el que no había ocurrido en Mataderos todavía no había sido asociado a los otros tres- y confirmó todos los detalles sin resistirse. El único punto que permaneció a oscuras fue el porqué. Ricardo Melogno no puede, hasta el día de hoy, explicar qué lo llevó a matar a esos cuatro hombres.

El escritor chaqueño Carlos Busqued -muy popular por su novela «Bajo un sol tremendo» y más todavía por la adaptación cinematográfica que Adrián Caetano hiciera de ella en «El otro hermano» (adaptación que Busqued a repudiado públicamente)- realiza en esta serie de entrevistas un trabajo estupendo. Permaneciendo casi que anónimo -su aparición se limita apenas a una medida serie de preguntas que ayudan a Melogno a llevar un hilo conductor- en el proceso y reordenando luego las entrevistas para dar una coherencia cronológica, nos ordena la vida de Melogno antes, durante y después de la ola de asesinatos. Un Melogno criado por una madre déspota -muy metida en el mundo del espiritismo y la religiosidad, aspectos que acompañaran al homicida durante toda su vida-, un Melogno que desconecta en cierta manera del mundo real y en lo que los peritos forenses psiquiátricos dictaminarían luego como brote psicótico realiza los cuatro asesinatos, y luego los más de 35 años que ha pasado por distintas entidades y nosocomios carcelarios, en lo que es verdaderamente un descenso a los infiernos.

Melogno reconstruye su historia -para Busqued y para nosotros, los lectores- con minuciosidad, con frialdad pero también con cierto grado de empatía hacía aquello que hizo -no me atrevería decir arrepentimiento- y en las largas entrevistas se va dando conocer de a poco, con pequeños detalles, aspectos. Y uno no termina apiadándose del asesino pero si termina por empatizar un poco, sobre todo cuando dice cosas como (consultado al respecto de qué hará si algún día recupra su libertad): «La única expectativa que tengo, la única deuda trascendental, es ser una persona. Yo fui una cucaracha. Y después un monstruo. Y después un preso. Me gustaría ser una persona. O sea, no ocultar lo que fui, pero… ser una persona común. Cuanto más pueda desaparecer entre la gente, mejor. Esa deuda pendiente, de ser uno más. Perdido en el montón».

Con una pena cumplida y un sistema jurídico que no sabe qué hacer con él -Melogno está detenido hasta que se pruebe su ausencia de peligrosidad algo que probablemente no ocurra nunca- tampoco el libro de Busqued es una apología de su persona. Es una reconstrucción. De los hechos, de la persona que cometió esos hechos y su pasado y los elementos que podrían -o no, no es que abunden certezas en este tema- haberlo llevado a cometerlos. Cómo ha transcurrido su vida luego de esos hechos y con esa descripción denunciar, sí, de alguna manera las infames condiciones a las que se ven sometidos los detenidos en instituciones psiquiátricas argentinas (y me atrevo a creer que la realidad en el resto de Latinoamérica no debe ser muy distinta).

Busqued nos invita a escuchar la voz de Ricardo Melogno, asesino en serie, desde una perturbadora cercanía, a oír que tiene para decir alguien a quién seguramente, a priori, no pensaríamos nunca escuchar.

La mañana del 15 de octubre, un hombre se presentó en el Palacio de Tribunales de Capital Federal y solicitó entrevistarse con el juez encargado del caso. Dijo que venía a «deslindar responsabilidades». El asesino de los taxistas era su hermano, y en ese mismo momento estaba junto a su padre, desayunando en un departamento del barrio de Caballito. Se ofreció a guiar una comisión policial hasta el lugar. Aseguraba que su hermano estaba desarmado y que se lo podía arrestar sin violencia.
El misterioso homicida resultó ser un joven de veinte años de edad, con un aspecto muy distinto al del identikit. Su nombre: Ricardo Luis Melogno.
Durante el interrogatorio judicial, el muchacho admitió la autoría delas tres muertes y negó haber perpetrado los dos últimos ataques sin víctimas fatales. Los taxistas sobrevivientes no lo reconocieron.
Confesó también otro asesinoa en Lomas del Mirador, cerca de Mataderos pero cruzando la avenida General Paz, del lado de Provincia. Consultada la policía de Provincia, efectivamente informó de un taxista, de apellido T., hallado en idénticas condiciones que los muertos anteriores. O, mejor dicho, posteriores: este cuarto crimen resultó ser, cronológicamente, el primero.

Herodes, Damián González Bertolino

Damián González Bertolino
Herodes

Jorge Montiel es un millonario empresario argentino quien vive recluído en una finca en las afueras de Punta del Este. Vive tan sólo en compañía de Pía, su hija de diez años, lisiada de la cintura para abajo luego de un accidente en el que -se nos confirmará más adelante pero puede adivinarse desde el principio- perdiera la vida Mariana, su madre. Montiel no hace nada, aparentemente, y no tiene necesidad de hacer tampoco. Ha generado suficiente dinero y poder como para pasar varias vidas en la reflexiva inmovilidad en la que lo acompañaremos durante algo más de trescientas páginas. Porque la novela es ni más ni menos que eso: la construcción de Montiel, del alma de Montiel. Ladrillo por ladrillo, iremos descubriendo quién es Montiel, de donde viene, su relación con sus padres -comparte con su hija el haber perdido a su madre a temprana edad- su matrimonio anterior, su duelo constante que lo atormenta desde la muerte de Mariana, lo mucho que le dificulta generar vínculos con Pía o con cualquier otra persona, etc. Con una narrativa desordenadamente temporalmente -la mente de Montiel vaga para adelante y para atrás en el tiempo, despertada por activadores casuales de anécdotas- Damián González Bertolino (Punta del Este, 1980) se propone el difícil desafío de una novela que no es no sólo líneal, sino que no sigue las coordenadas tradicionales a la hora de contar una historia.

De hecho, no es exactamente eso lo que se propone. Por el contrario, no pasa nada en la novela que se adecúe a lo que tradicionalmente entendemos por «una historia». Una vez presentada la situación de Montiel -ese rey tiránico que se sugiere desde el mismo título del libro- no hay realmente nada que cambie en su vida, o en sus relaciones. Incluso, al recorrer algunos tramos de su vida pre accidente -donde podríamos suponer todo cambió para mal y lo transformó en este ser introspectivo y meditabundo- encontramos que siempre fue así, que las raíces de su manera de ser corren más profundo -y desde hace más tiempo- de lo que uno quisiera creer.

¿Y quién es Jorge Montiel? Esa no es una pregunta fácil de responder y González Bertolino se propone que su novela esté a la altura de la respuesta. Así, cada descripción, cada accionar de Montiel, cada situación en la que se encuentre inmiscuido, será un exhaustivo viaje al interior del hombre, de sus sentires, de sus anhelos, de su personalidad. Las cosas más nimias -el viento en los eucaliptus del terreno, el crujido de los escalones de la escalera, extender un mantel en el césped- dispararán detalladas descripciones del ambiente y su interacción con el hombre. Por su parte, situaciones algo más importantes -la primera menstruación de la niña, un recorrido de Montiel niño acompañando a su padre en un juego de golf (una constante este deporte en la literatura de González Bertolino), la posibilidad de un intruso en la finca- se tornarán linderas al género de horror, disparando verdaderos climas agobiantes y opresivos.

Al igual que en la recientemente reseñada «Casa en ninguna parte» de Horacio Cavallo -con la que comparte algunos aspectos, entre ellos la marcada tendencia en la literatura uruguaya hacia la tragedia- González Bertolino se propone un giro dentro de su propia obra. Luego de la aclamada «El increíble Springer», «El Fondo» o la policial «Los trabajos del amor» (que sigue siendo su mejor novela), ahora el autor fernandido apuesta por algo a las claras más difícil: una prosa grandilocuente (esto dicho sin ningún tono peyorativo) y detallada, una agobiante descripción de espacios, momentos y personajes (muy a la usanza del argentino Juan José Saer), una desafiante propuesta hacia el lector, a quién no le hace favores nunca sino que por el contrario le exige, pide que responda y esté a la altura. La construcción de un hombre. La construcción de Jorge Montiel. Una novela en la que no hay trama, en el concepto clásico que se entiende por trama. Lo que sí hay, fuera de cualquier duda, es un dominio extraordinario del lenguaje que hace de la lectura de esta novela toda una experiencia.

Primero oyó el golpe repetido sobre el vidrio hasta que los pequeños fragmentos se desperdigaron en el interior con un ruido preciso y breve. Luego sintió como le abrían los labios, forcejeaban entre sus dientes y entonces un líquido caliente pasaba por encima de su lengua y esta se despertaba lentamente, se arqueaba con torpezay empujaba el líquido a la garganta. En el recuerdo, la sensación de Montiel era que el líquido volvía a colocar en el mundo todo lo que tocaba. La garganta primero se contrajo y después expulsó aquello que la anegaba. El calor, o era algo que lo evocaba, se extendió por las comisuras de los labios y el medio del mentón. En la siguiente oportunidad, el líquido continuó su recorrido al interior de Montiel. Todavía en ese punto tuvo un principio de preocupación por Pía y Mariana, pero el sentimiento no llegaba a formarse. Montiel no sabía si él era la persona en particular que debía sobrellevar o desarrollar dicho sentimiento. Ni siquiera comprendía dónde debía hallarse su propio cuerpo. No podía abrir los ojos. Los párpados y las pestañas estaban pegados. Entonces dejaron de meterle el líquido y percibió durante un tiempo incalculable cómo un vago calor tomaba su rostro y el centro de su pecho. La impresión se iba y regresaba como si nunca hubiera alcanzado su inicio real.

La muerte de Pan, Alicia Escardó Végh

Alicia Escardó Végh
La muerte de Pan

El gran dios Pan ha muerto. Su tan repentino como sorpresivo fallecimiento pone al Olimpo de cabeza. Si acaso su muerte es angustiante, preocupante, aquello que haya podido causarla es sin dudas el mayor motivo de inquietud. Porque, se sabe, sólo un dios podría haber matado a otro.

Primero, ¿quién es Pan? Uno de los dioses «menores» de la mitología griega, en apariencia inofensivo cuidador de pastores y rebaños -y muy alejado a aquella terrorífica encarnación de dios pagano que reinventaba el gran Arthur Machen en «El gran Dios Pan»- al que, por principio, nadie querría ver muerto. Pero el aviso ha llegado y no aparece por ningún lado, de modo que Zeus pone en funcionamiento su particular mise en place, un Olimpo que se transforma en tribunal, con los doce principales dioses configurando a los atestiguantes (y, pronto, a los acusados), un jurado compuesto por faunos y ninfas (propicios ellos a Pan por las características del propio Dios) y una corte integrada tan sólo por dos mortales: Herodoto, el historiador más grande de toda Grecia, y Tiresias, su mayor profeta y adivino. Todos ellos, deberán descubrir qué se esconde tras la muerte de Pan.

Alicia Escardó Végh es tanto escritora como gestora cultural. Como lo primero, tiene una larga bibliografía dedicada a la literatura juvenil y, como lo segundo, es la principal factotum de la Semana Negra de Montevideo -el mayor evento sobre literatura y cultura policial en Uruguay- desde hace ya varios años. En cierta medida, «La muerte de Pan» combina ambas inquietudes, a la par de una muy saludable reinvención -y difusión, porqué no- de los Mitos Griegos. Me atrevería a decir que con «Las tres manzanas de oro» de Nathaniel Hawthorne como faro -donde ya el autor de «La letra escarlata» se proponía (y lograba) adaptar los antiguos relatos de dioses y diosas griegos a su actualidad- Escardó reconstruye para su conveniencia algunas de las leyendas más antiguas de la humanidad. Y la combinación del relato tradicional con el invento puntal -es decir, la leyenda tal y cómo la conocemos pero combinada con aspectos puntuales que se resignifican para la narración que aquí nos importa, esto es, la muerte de Pan y qué se esconde detrás- está especialmente bien lograda. No hay diferencia alguna entre las viejas tradiciones orales recogidas durante siglos -y que tantas reescrituras han tenido, desde la propia mitología, pasando por el teatro, el ya mencionado Hawthorne o la más cercana (en tiempo y geografía) formidable escritora argentina Liliana Cinetto- y el relato puntual que compone para su conveniencia (y nuestra) Escardó.

No en vano se suele considerar a Edipo Rey como la primera estructura policial de la historia y algo de aquella tragedia se respira en la situación que se va desarrollando en este Olimpo reconvertido en tribunal -la propia participación de Tiresias, quien revelaba a aquel Rey investigador como asesino, refuerza esta conexión- uno donde pronto se asume un particular clima de whodunit (tal y como se conoce a los «¿quién lo hizo?», tradicional esquema de la literatura policial más clásica) a medida que los dioses van declarando, opinando y acusándose unos a los otros (porque las rencillas son antiguas y muchas). Y para cuando se revela el misterio, se lo hace con propiedad, aunque sí acaso Escardó prefiere abrazar una solución más filosófica que policial (imposible ponerse a explicar aquí en que se aleja «La muerte de Pan» de las reglas del género en cuanto a policial clásico sin develar parte importante de la resolución, por lo que evitaremos incurrir en el pecado mortal del spoiler) que tiene todo el sentido del mundo y sin dudas que sorprende, aunque no faltará quien la cuestione.

Como sea, «La muerte de Pan» es un valioso aporte y rescate de muchos de los mitos griegos, de sus personajes, de sus relatos clásicos, llevados a un esquema diferente y pasados por el tamiz de una prosa ágil y contundente. Para jóvenes, recomendable sin duda.

-Ya saben todos cuál es el tema de hoy. Lo anuncio con el mayor de los dolores. Nos ha llegado la noticia de que el dios Pan ha muerto.

Todos acusan recibo de esas palabras terribles. El rumor se había difundido por el palacio, pero todavía les resultaba difícil de asimilar. Los dioses del Olimpo son inmortales. Pan no quiso compartir con ellos la vida en el palacio, sino que eligió quedarse en Arcadia, pero era hermano adoptivo de Zeus. Disfrutaba del aire libre, y se dedicaba a cuidar manadas, rebaños y colmenas. Esta vida se adaptaba mejor a su condición, porque era tranquilo y perezoso, le gustaban las siestas y no toleraba que nadie le molestara. Si alguien lo hacía, le lanzaba un grito tan fuerte y sorpresivo que siempre asustaba al insensato que había interrumpido su descanso. Todos los que escuchaban aquel grito quedaban temblando en un ataque pánico.

Rayuela, Julio Cortázar

Cortázar
Rayuela

En Rayuela (1963), Cortázar puso todo lo que tenía. Fue para él un salto al vacío que lo distanció de la seguridad controlada de los cuentos fantásticos de su primera época de éxito ya garantizado, para adentrarse en una búsqueda sin hallazgos a través de preguntas sin respuesta. Y aunque el tiempo no ha sido amable con sus partes más ingenuas o sentimentales, vive en la novela un núcleo de verdad que se resiste a desaparecer.

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¿La Rayuela? Pero si estoy apenas en la casilla tres, y a cada rato tiro la piedrita afuera. No habrá libro hasta fin de año, pero entonces sí se lo mandaré y veremos. (No me la imagino a la Sudamericana publicando eso. Se van a decepcionar horriblemente, este Cortázar que-iba-tan-bien…)”.

Carta a Francisco Porrúa (París, 14 de agosto de 1961)

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El toque de la vara de Circe. En marzo de este año se realizó en la ciudad de Córdoba el VII Congreso Internacional de la Lengua Española. La oportunidad fue aprovechada para presentar una edición conmemorativa de Rayuela al cuidado de la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (AALE). La edición, de más de 1.000 páginas, cuenta con una serie de célebres prefacios a cargo de García Márquez, Vargas Llosa, Bioy Casares, Carlos Fuentes y Sergio Ramírez; y finaliza con un puñado de epílogos de corte académico, pero la mayor novedad es la inclusión del cuaderno de bitácora, casi 200 páginas de apuntes y bocetos de puño y letra de Cortázar que funcionan como un atisbo al momento previo a la fijación del texto, con páginas y fragmentos descartados, tachados de un solo trazo, esquemas, comentarios y preguntas que el autor se hizo a sí mismo durante el proceso de composición. Un ejemplo: “La noche Trépat: era un camino. ¿Hice mal en no seguir?”. No hay respuesta.

Y así es que hoy Rayuela vuelve a ser visible desde la Tierra: apenas pasaron seis años desde su último avistamiento, cuando la fascinación de las cifras redondas, el medio siglo perfecto transcurrido desde su publicación, hizo obligatoria la puesta al día entre la problemática novela y el mundo crítico. Estos ajustes de cuentas periódicos son siempre reveladores, de una u otra forma, porque suelen arrojar más luz sobre el tiempo transcurrido —y los itinerarios de ese transcurrir—, que sobre la obra que los convoca. En ese sentido, pocos libros publicados en el contexto del Boom parecen ser capaces de cumplir una función más catalizadora que Rayuela, que a esta altura ha adquirido el carácter elusivo de un test de Rorschach, de modo que todo lector que comienza a hablar de ella termina hablando de sí mismo, de su propio modo de leer y de entender la literatura.

La edición conmemorativa de la RAE, además de darnos una excusa para volver a la novela mucho antes de que llegue una nueva fecha redonda, nos sitúa frente a un par de asuntos previos de índole ambigua. Vayamos a un instante de aquella entrevista de 1977 entre Cortázar y Joaquín Soler Serrano en el programa “A fondo” de RTVE. Cuando el periodista habla de la “consagración universal” que significó Rayuela para su autor, Cortázar le responde: “Cosas como la consagración universal me son profundamente indiferentes. ¿Qué quiere decir la consagración universal? (…) huele tanto a estatua ya con su pedestal y a artículo en el diccionario y a Academia, ¿comprendes? Bueno, no hay ningún peligro de que yo entre a una Academia, eso está totalmente excluido…”.

Por eso hay al menos un matiz irónico en esta edición conmemorativa envuelta en los vestidos suntuosos de la RAE, un matiz que puede leerse al menos de dos maneras: por un lado, en la superficie, parece un triunfo de Cortázar que la institución encargada de elaborar “el cementerio” —tal como Oliveira llama al diccionario— haya querido honrar un libro que manifiesta un alegato tan abiertamente contrario a los modos normativos del lenguaje. Siendo optimistas, entonces, podríamos pensar que esta edición conmemorativa es un gesto de apertura de la Academia, que acepta la subversión contenida en Rayuela y ve con buenos ojos los corcoveos de la novela para quitarse las normas del lomo. Pero, por otro lado —y tal vez no sea más que un prejuicio del autor de estas líneas—, esa asimilación también parece un golpe más que la novela debe encajar, la última prueba de que su potencia explosiva inicial se ha vuelto inofensiva. Quizá, para ponerle un nombre a esta sensación ambivalente, puedan sernos útiles las palabras de aquel crítico ígneo que fue Edward Dahlberg, quien, en su libro de ensayos Vivirán estos huesos (1941), dijo: «No somos capaces de percibir lo que canonizamos. El ciudadano se resguarda contra el genio por medio del culto al ícono. Al toque de la vara de Circe, los divinos agitadores se transforman en cerdos bordados con lentejuelas».

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«…aproveché Viena para terminar la primera versión de La rayuela, y al volver de mis vacaciones la trabajaré a fondo para que esté lista, si es posible, antes de fin de año. (…) Prepárese, son unas 700 páginas. Pero yo creo que ahí adentro hay tanta materia explosiva que tal vez no se haga tan largo leerla. De ilusiones así va uno viviendo».

Carta a Francisco Porrúa (París, 22 de mayo de 1961)

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La inocente ceguera del cronopio. La sensación que se desprende de una lectura actual de Rayuela es, en parte, una sensación de inocencia. Es el futuro de la novela —el tiempo transcurrido entre ella y nosotros—, lo que la vuelve inocente. Ese mismo tiempo es el que hoy nos revela aspectos de la novela que en su momento difícilmente podrían haber sido percibidos. Veamos uno de esos aspectos: el rol subsidiario de la mujer en la novela. En la edición de la RAE, solo uno de los ensayos —el más lúcido— está a cargo de una mujer, el de Graciela Montaldo, titulado “Rayuela: una enciclopedia para rebeldes”, y solo ella, hacia el final de su artículo, señala que la virulencia de las críticas que sufren las mujeres en Rayuela “muestra las zonas invisibles de toda transgresión, los puntos ciegos de quien arma un sistema contra otro sistema”.

Es esclarecedor ver que en una novela tan rupturista y revolucionaria como fue Rayuela en su momento, permanece intacto un poderoso núcleo reaccionario. La Maga es un personaje pasivo que ha de soportar constantemente las burlas y fastidios de un coro masculino siempre dispuesto a volcar sobre ella un poco de su erudición, al punto de que las reuniones del Club de la Serpiente se convierten, por momentos, en sesiones duras de lo que hoy se conoce como mansplaining. El contrapeso de la ignorancia de La Maga no es otro que su pureza intuitiva —una característica casi animal—, que la vuelve apta para penetrar en el centro trascendente de la existencia, que está más allá, del otro lado, en esa difusa región inaccesible para Oliveira por vías racionales.

Esta dicotomía estereotipada de lo masculino/racional y lo femenino/intuitivo escapó a las intenciones de Cortázar de subvertir el orden establecido, pero no es la única forma en que se manifiesta, a lo largo de la novela, la idea subyacente de la subordinación femenina al poder masculino. El otro personaje femenino relevante, Talita, queda reducido a un papel de mediadora entre Oliveira y Traveler, papel que va de lo simbólico a lo concreto en el capítulo del tablón. Allí, los hombres parecen estar jugando un derecho de propiedad sobre su persona mientras ella se limita a consultar a Traveler, su dueño actual: “¿Vos realmente querés que sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira?”. Un lector actual, en cambio, no puede evitar preguntarse qué quiere Talita. La distancia entre ambas preguntas ilustra una diferencia de época.

La pasividad que Cortázar le adjudica al “lector hembra” a través de Morelli —su álter ego metatextual—, se propaga a todas las mujeres de su novela, reduciéndolas a elementos que propician la puesta en marcha de las acciones de los hombres. Con el tiempo, Cortázar percibió el fuerte costado machista de su novela y llegó a pedir disculpas por haber acuñado aquel peyorativo epíteto, sin embargo, no parece haber dejado instrucciones para que las futuras ediciones de Rayuela lo sustituyeran. Quizá sea mejor así, más honesto, dado que, como se dice en el ensayo de Montaldo: “la novela es hoy, además de todo lo innovadora que fue en su momento, también ese clásico que habla de los valores propios de su época, de lo visible e invisible de un momento”.

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“… mi próximo libro, que se llamará Rayuela y se publicará –if we are lucky– a fines de año, va a ser el libro donde me vas a encontrar a fondo (…) he puesto todo lo que siento frente a este fracaso total que es el hombre de Occidente”.

Carta a Fredi Guthmann (París, 6 de junio de 1962)

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Huele a espíritu adolescente. Se ha vuelto un lugar común hablar de Rayuela como de esa novela que nos llega habitualmente en la adolescencia, edad a la que fascina o maravilla, y que difícilmente resiste ser revisitada en la madurez. Aceptemos que también hay verdad en ciertos lugares comunes. Cortázar le dijo a todo aquel que quisiera escucharlo que él pensaba haber escrito una novela para personas de su edad, es decir, de alrededor de cincuenta años en aquel lejano 1963, y que se sorprendió mucho y para bien cuando constató que los jóvenes de todas partes eran los que estaban apropiándose de la novela y defendiéndola de las críticas y la incomprensión de los lectores adultos. El proceso de apropiación fue tan fuerte que Rayuela se convirtió en una especie de grimorio para toda una generación, porque de algún modo le dio forma a una ansiedad de época que los más jóvenes estaban especialmente aptos para sentir sin represiones. Por eso la novela fue, a la vez, un refugio y una vía de escape para acceder a una forma diferente de percibir el mundo, de encontrar el lado absurdo de la sensatez y el lado sensato del delirio.

La razón de que el territorio simbólico de la novela se abandone con el tiempo, y que una vez cerradas las puertas a nuestras espaldas ya no podamos volver a abrirlas, puede estar en la naturaleza espiralada del interminable monólogo interior de Oliveira. Porque nosotros, los lectores, forzosamente debemos aceptar algo que él no aceptará jamás. “Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días. Es monstruoso. Es inhumano”, dice, y lo seguirá diciendo de todas las maneras posibles cada vez que el libro se abra, pues todos sus procesos mentales son, al fin de cuentas, inconducentes, manifestaciones articuladas de una inconformidad primordial que no es capaz de señalar un camino alternativo porque su búsqueda es caótica, individual e intransferible. Oliveira no está allí para ofrecer respuestas, sino para plantear preguntas que no pueden ser respondidas sin antes dar vuelta el orden del mundo. Y si nosotros aceptamos, al fin, que lo imposible es imposible, entonces lo habremos abandonado a merced de su paradoja y nos habremos vuelto monstruosos ante él, que está condenado a seguir persiguiendo su “kibutz del deseo” aunque le cueste la vida o la razón, perdido en el bucle del falso final de la novela.

Sin embargo, durante el tiempo que dura la complicidad, este hombre sin edad que es Oliveira, mareado en el torbellino de su confusión, nos comprende y nosotros lo comprendemos a él, y podríamos quedarnos en blanco durante muchas noches de bohemia con sus privilegiados amigos del Club, enredados en una esgrima dialéctica que parece estar de vuelta de todos los asuntos, porque eso es, también, la adolescencia, el largo discurso que utilizamos para contarles a los demás quiénes somos, con la esperanza de atrapar el rebote de nuestra propia identidad.

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Lo más admirable para mí son las cartas de los jóvenes, porque son ellos los que han sufrido mi libro como una herida, como algo necesariamente doloroso, una herida de bisturí y no de cuchillo”.

Carta a Perla y Enrique Rotzait (17 de noviembre de 1963)

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El lector ha de luchar. Influido por las teorías de la recepción y, probablemente, por Verdad e interpretación (1941) del filósofo italiano Luigi Pareyson —que también tuvo una fuerte ascendencia sobre Umberto Eco y su Obra abierta (1962)—, el gesto formal de innovación más explícita de Rayuela es su intención de otorgar poder de decisión al lector, con el fin de convertirlo en un participante activo de la obra. Este gesto se concreta en las dos formas posibles de lectura, una lineal, del capítulo 1 al 56, y otra discontinua, sugerida por el tablero de dirección, con los múltiples saltos que van quebrando la secuencia de los sucesos. Tales variantes, según Cortázar, situaban al lector “ya casi en un pie de igualdad con el autor, porque el autor también había tomado diferentes opciones al escribir el libro”. La igualdad de la que Cortázar habla es, por supuesto, más una cándida aspiración suya que una posibilidad realizable, porque los saltos por sí solos no garantizan una mayor participación del lector, dado que la complicidad activa del lector con la obra debe jugarse a un nivel mucho más sutil de la composición.

Más allá del artificio del tablero, Cortázar había identificado un problema, ya en 1961, que fue agravándose con la masificación de otras formas narrativas —fundamentalmente, la televisión— en las décadas siguientes, formas narrativas que habían comenzado a desarrollar modos de recompensar la visualización pasiva mediante la repetición de previsibles estructuras gratificantes. Vean este fragmento de una entrevista realizada a David Foster Wallace en 1993, en la que habla de los desafíos de su escritura, y piensen si no está describiendo precisamente la lógica compositiva de Cortázar en Rayuela: “…el uso de un montón de cortes rápidos entre escenas para que sea el lector quien tenga que hacer algunas adaptaciones narrativa, o la interrupción del flujo con digresiones e interpolaciones que el lector ha de esforzarse en conectar entre sí y con la narración. No se trata de nada tremendamente sofisticado (…) pero si funciona correctamente, el lector ha de luchar a través de la voz interpuesta que presenta el material”.

Quizá a través de esta búsqueda de un lector implicado, esforzado cómplice de la creación, comenzaba a vislumbrarse el siguiente periodo creativo de Cortázar: luego de lo que él denominó periodo estético, marcado por los libros de cuentos de la década del 50, hasta la aparición de “El perseguidor”, en Las armas secretas (1959), que dio inicio al periodo metafísico de Los premios (1960) y Rayuela (1963), llegaría el periodo histórico que iba a buscar una implicación que superara los límites de la literatura. Si conseguimos controlar la tentación de sonreír con condescendencia, como si estuviéramos de vuelta de todas las esperanzas, quizá podamos valorar en su justa medida el peso de una ambición como esa.

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Valía la pena escribir Rayuela para que alguien como tú me dijera lo que me has dicho. Ahora empezarán los filólogos y los retóricos, los clasificadores y los tasadores, pero nosotros estamos del otro lado, en ese territorio libre y salvaje y delicado donde la poesía es posible y nos llega como una flecha de abejas, como me llega tu carta y tu cariño”.

Carta a Fredi Guthman (Viena, 24 de septiembre de 1963)

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Las preguntas que importan. Hasta aquí hemos repasado algunos aspectos de Rayuela que han acusado el paso del tiempo y pueden explicar esa sensación generalizada —aunque no siempre confesada, por lealtad o nostalgia— de que se trata de una novela que los años han erosionado. Sin embargo, en el corazón del libro hay una pregunta que no solo conserva su fuerza, sino que se vuelve cada vez más vigente. Cortázar la expresó así en 1980, en una de las clases magistrales que dio en la Universidad de Berkeley: “¿Por qué estamos tan seguros de que nuestra civilización occidental es la buena? ¿Por qué estamos tan seguros del progreso?”.

¿Qué responder? Hasta aquí llega nuestra suficiencia. Se terminan las sonrisas condescendientes y descubrimos que algunos de los colmillos del libro todavía tienen filo. Porque el mundo que Cortázar conoció no ha dejado de perfeccionar sus modos de cerrarse en torno al individuo a la vez que simula abrirse, no ha parado ni por un segundo de bloquear los caminos del pensamiento mediante una seducción técnica irresistible. No somos más libres y cada vez es más difícil hacer las preguntas importantes. Pero esto él ya lo sabía: “Y no es que el mundo vaya a convertirse en una pesadilla orwelliana o huxleyana”, dice Morelli, “será mucho peor, será un mundo delicioso, a la medida de sus habitantes”. Rayuela mira nuestra época y nos muestra que tenemos todas las respuestas a las preguntas equivocadas, porque hemos olvidado cómo hacer las preguntas que importan en un mundo tan satisfactorio, en el que es tan fácil adormecerse.

Mientras pensamos en esto, mientras lo olvidamos, el fulgor de Rayuela irá desapareciendo otra vez de las vidrieras de las librerías y su lugar será ocupado por las novedades del mes. Pero dentro de un tiempo, en una nueva fecha redonda, quizá, volverá a visitarnos, tan problemática como siempre, tan torrencial e inabarcable, imperfecta y sentimental. Quién sabe cómo la leeremos entonces.

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«…me quedé tomando sol allí. Entonces vi pasar a una chica con un cuaderno y un libro mío bajo el brazo. La miré con curiosidad, pero a los dos minutos empecé a aterrarme porque pasaron tres chicas, con mis obras completas amorosamente sostenidas bajo sus tibias axilas. Era una sensación muy curiosa, casi póstuma (…) Cinco días después, andando con Aurora por Santa Fe, vimos a una señora con el cuaderno y los infaltables libros. Esa vez me dio casi risa. Menos mal que el barco salía tres días después, porque eso ya era demasiado en una Argentina tan espectral. Digo «espectral» porque a veces, inmodestamente, me sentía el único vivo entre un montón de muertos».

Carta a Fredi Guthmann (París, 6 de junio de 1962)

Mujeres en la cama, Gina Berriault

Berriault
Mujeres en la cama

Gina Berriault (Long Beach, California, 1926), pertenece a esa ambigua categoría de los escritores para escritores, es decir, aquellos autores frecuentemente mencionados por pares más famosos, prestigiosos o afortunados. Estas menciones esporádicas suelen adquirir la forma de una dádiva o un intento de rescate, como si el autor más conocido concediera, por un instante, que el foco de luz se dirigiera hacia la figura escondida del colega que lleva demasiado tiempo desapercibido. Así, cuando el periodista de Ploughshares le preguntó a Richard Yates, en 1972, si conocía buenos escritores que estuvieran siendo pasados por alto, él comenzó su respuesta hablando de Berriault: «Tenés que leer los cuatro espléndidos libros de Gina Berriault, si los encontrás, y si querés descubrir un talento de primera clase que ha quedado fuera de la corriente principal. A pesar de eso, ella todavía no ha dejado de escribir, y espero que nunca lo haga». Yates se refería a tres novelas y un libro de cuentos publicados entre 1960 y 1966. Es fácil intuir que Yates conocía personalmente a Berriault y que su declaración pública era, también, una declaración íntima para su amiga, un susurro en voz alta: «no dejes de escribir nunca, Gina». Y es que en 1972, Berriault llevaba seis años de un hiato creativo que se extendería todavía una década más.

Mujeres en la cama —curiosa elección de la traductora para un libro que se titula Women in their beds— fue el último libro de Berriault, publicado en 1996, apenas tres años antes de su muerte y que le valió el premio PEN/Faulkner de 1997 —fue la segunda mujer en ganarlo, la primera había sido Edna Annie Proulx, en 1993—. El libro contiene quince relatos, entre los que se encuentra «El chico de piedra», adaptado al cine en 1984 por el director Christopher Cain, con Robert Duvall y Glenn Close en los roles protagónicos.

La voz de Berriault es tan intensa que rápidamente, en cada texto, consigue trasmitir una sensación de enorme densidad, como si cada relato hubiese encontrado su forma a partir de fuerzas geológicas operando en las profundidades a través del tiempo. Surgidos de ese proceso de lenta sedimentación, los relatos de Mujeres en la cama conocen muy bien la complejidad de sus personajes y están dirigidos a crear atmósferas, no a enlazar acontecimientos. En esos climas hay momentos clave, por supuesto, pero éstos no adquieren la forma de un chispazo, un turning point clásico que nos prepare para el clímax —que no ocurrirá—, pues, en cierta manera, nada está precocido en los relatos de Berriault, no podemos encontrar en ellos pautas estructurales previas que nos faciliten la lectura.

A pesar de la tersura de su prosa, el estilo de Berriault propone una serie de sutiles desafíos que no pueden ser salvados mediante una lectura convencional: sus transiciones entre escenas, la forma en la que fluye el tiempo y los frecuentes cambios de encuadre rompen la linealidad de la historia. Esta técnica es muy notoria en el breve relato «La luz del nacimiento» en el que una mujer sola pasa unos días en una casa que se alza sobre pilotes a la orilla del mar. La mujer se limita a dormir a toda hora: «y después de tres días durmiendo, despertó». Recuperada en parte de un cansancio más espiritual que físico, ella entabla un vínculo con Leni, la dueña de la casa, que vive en el piso inferior con su madre, una anciana alemana que agoniza. Las breves conversaciones que mantiene con Leni funcionan, en paralelo, como sondas exploradoras de territorios de su pasado: su trabajo como profesora en San Francisco, un viaje azaroso por Alemania con un antiguo novio, su condición de judía, la muerte de su propia madre. Extraño y hermoso, el relato vuelve explícita su búsqueda cuando la mujer piensa en sus alumnos, en los consejos que les ha dado: «Tantos amables sermones que había soltado sobre la necesidad de limpiar de minas la propia mente, limpiarla de trampas para los desconocidos que se acercaban, aquellas trampas mortales que destruyen tanto al otro como a uno mismo. «Dejemos que entre la luz», les había dicho. «Dejemos que entre la luz», se suplicaba a sí misma cuando estaba sola». Esta es la clase de belleza que emerge a lo largo del libro.

La composición de cada relato, capa sobre capa, busca crear un efecto ambiental que propicie nuestra comprensión de los personajes. Eso hace que los finales puedan resultar decepcionantes para aquellos cuyo modo de lectura exija explicaciones o, al menos, conclusiones parciales. Los relatos de Berriault no solo tienen finales abiertos, tienen finales difuminados, como si la tinta fuese volviéndose cada vez más tenue a medida que el texto se agota. Algunos críticos de cine utilizan el término «grower» para referirse a filmes que si bien pueden no causar un gran impacto inicial, se sostienen en la memoria y siguen acompañándonos, cambiando y creciendo durante mucho tiempo. Algo en la escritura de Berriault responde a este concepto, como si su literatura fuera una planta que, para desarrollarse, necesita tierra buena, tiempo y luz.

El San Pedro, de más de dos metros y de madera de tilo, adornaba el tejado de las oficinas de la capitanía del puerto. La figura pintada recordaba los mascarones de proa de los viejos barcos de vela. Al mirarla desde el muelle, entre los yates privados, se dio cuenta de las intenciones de Jukovich. El rostro que miraba serenamente hacia adelante y la mano sobre el prominente corazón daban a entender que aquel santo podía guiarnos por la caótica y oscura noche del alma igual que los antiguos mascarones guiaban a los viajeros por aguas procelosas hasta la costa. Al acercarse vio que la pintura, que un día fue intensamente luminosa como una joya, se estaba desconchando, se ajaba, de manera que el rostro parecía el de un leproso ciego. Se preguntó entonces si el artista había proyectado aquella desintegración con el fin de indicar que el espíritu del amor universal se manifestaba también en los seres considerados repugnantes, los parias, los que jamás deberían haber nacido. Las gaviotas habían dejado un blanco manto redentor sobre la figura

(de «La vida de los santos»)

Mujeres en la cama, de Gina Berriault, Jus, Libreros y Editores, Ciudad de México, 2018, 208 págs. Traducción de Olivia de Miguel Crespo

Mi año de descanso y relajación, Ottessa Moshfegh

Moshfegh
Mi año de descanso y relajación

Moshfegh irrumpió en el ambiente literario estadounidense con su segunda novela, Eileen (2015), finalista del Premio Booker y ganadora del PEN/Hemingway, que adopta la estructura de un thriller psicológico en torno a Eileen Dunlop, una veinteañera con una vida difícil —al cuidado de su padre alcohólico y con un trabajo en una correccional de menores—. Eileen se siente «fea, asquerosa, inadecuada para el mundo». El éxito del libro llevó a que Mosfhegh tuviera que responder muchas veces cómo tuvo el valor de crear un personaje femenino tan desagradable. Ella respondió siempre algo parecido a esto: «Vivimos en un mundo en el que se reelige en sus cargos a asesinos en masa, pero un personaje femenino desagradable resulta ofensivo: eso es sexista e idiota».

Antes de dar el batacazo comercial, Moshfeg había debutado con McGlue (2014) una novela sobre un marinero del siglo XIX con el cráneo roto y a la espera de la sentencia por homicidio. Si bien cosechó los elogios de la crítica académica, McGlue no fue un hito que le permitiera a Moshfegh pensar en vivir de su escritura. «No quería tener que bajar la cabeza y esperar 30 años para que me descubrieran… así que pensé que iba a hacer algo audaz. Hay un montón de idiotas haciendo mucha plata, así que ¿por qué yo no?». Y así surgió Eileen, una novela incómoda y oscura que utiliza una estructura de suspenso y se aprovecha de la popularidad de fenómenos globales como Gone Girl —novela de Gillian Flynn adaptada al cine por David Fincher—. Así, Moshfegh se vale de los recursos más reconocibles del entretenimiento comercial, pero lo que vuelve extraordinaria su escritura es que su fuerza no es absorbida por el formato industrial, sino que es capaz de parasitar ese envase, obligándolo a transportar algo diferente, ya no un contenido evasivo y tranquilizador, sino uno inadecuado y sedicioso.

Este procedimiento se repite en la tercera novela de Moshfegh, Mi año de descanso y relajación (2018), aunque aquí el modelo asimilado es el de una comedia. La narradora y protagonista es una mujer joven con aspecto de supermodelo que vive en el Upper East Side de Manhattan sin tener que preocuparse por el dinero: sus padres han muerto hace poco —su padre, de cáncer; su madre se suicidó— y le dejaron una herencia razonable. Así que cuando esta mujer solitaria y privilegiada, sin ataduras ni preocupaciones materiales, pierde su trabajo en una galería de arte, comienza la ejecución de su plan de reclusión farmacológica. Gracias a la negligente práctica médica de la doctora Tuttle —una psiquiatra que es la parodia de todo lo que está mal en la sobremedicada sociedad contemporánea—, ella cuenta con un arsenal de psicotrópicos para llevar a cabo su proyecto de poner en pausa su existencia durante un año, incluido un medicamento ficticio, el Infermiterol, una droga capaz de causar apagones de la conciencia de varios días de duración:

Conté tres pastillas de litio, dos de Orfidal, cinco de zolpidem. Me pareció una gran mezcla, una caída libre de lujo hacia una negrura aterciopelada. Y un par de pastillas de trazodona, porque la trazodona lastraba el zolpidem, así que, si soñaba, soñaría con los pies en el suelo. Pensé que aquello me estabilizaría. Y quizás una más de Orfidal. El Orfidal para mí era como aire fresco. Una brisa un poco efervescente. Esto está bien, pensé. Un descanso de verdad. Se me hizo la boca agua. El gran sueño americano.

La narradora desarrolla su proyecto delirante con total seriedad, con un anhelo que parece una forma de religiosidad chamánica, de hechicería química. Está convencida de que hay una vida diferente en alguna parte, una vida a la que solo se puede acceder por la vía de un dopaje prolongado. Para acceder a esa vida nueva algo tiene que morir en el proceso, y al final «sería una persona completamente nueva, todas mis células se habrían regenerado las suficientes veces como para que las células antiguas fuesen solo recuerdos distantes y confusos».

Moshfegh muestra su pericia en la dosificación del tono: su modo irónico siempre deja ver la inocencia herida de la que brota; la indolente crueldad de su protagonista es el indicio de una sensibilidad abotargada que no consigue expresarse; la reticencia mantiene fuera de la página la exploración de los estados anímicos y solo nos permite ver sus residuos conductuales.

Lo que hace Moshfegh con estos elementos es una huida de lo convencional: su protagonista no necesita ser salvada mediante el amor romántico, pues su malestar no se debe a Trevor —su perverso y frustrante interés amoroso—, ni siquiera podemos decir que se deba estrictamente a la muerte de sus padres; el suyo es un malestar ambiental que parece ser independiente de sus posibles causas concretas. Por eso, más allá de lo argumental, la novela es la puesta en escena de un dolor de época. Jean Baudrillard, en El crimen perfecto (1995) puede proporcionarnos una clave de lectura útil para Mi año de descanso y relajación. Allí, el filósofo francés señala que en la actualidad «el problema ya no es cambiar la vida (que era la utopía máxima), sino sobrevivir (que es la utopía mínima)». Pues bien, la narradora está harta de sobrevivir y sí quiere cambiar de vida, aunque no sepa cómo y tampoco tenga idea de qué clase de vida querría vivir. Aún en su perplejidad ella puede identificar una falsedad de la que quiere escapar, un modo de vida que la novela expresa a través de Reva, su única amiga, esclava de su afán por encajar: «Por las mañanas se preparaba y salía al mundo con su máscara de compostura. ¿Y era yo la que tenía problemas? ¿Quién es la que está jodida, Reva? La odié cada vez más».

El triunfo de Moshfeg es conseguir que el proyecto de su personaje parezca cada vez más sensato —no en su ejecución, sino en sus objetivos—, al subvertir aspectos enfermos de esa utopía mínima que el mundo maquilla y adereza tan primorosamente.

Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh,
Penguin Random House – Alfaguara, Madrid, 2019, 253 págs.
Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra