«Esta va a ser hoy mi tesis: que no es bueno leer ni escribir ciertas cosas. Para explicarlo de otro modo: me tomo en serio la afirmación de que el artista arriesga mucho al aventurarse en lugares prohibidos: se arriesga él mismo de forma específica. Y tal vez lo arriesga todo.» -dice Elizabeth Costello, el fenomenal personaje de la novela homónima de J. M. Coetzee. Sus palabras, volcadas en una conferencia en Amsterdam, hacen referencia a cierto libro sobre el holocausto judío durante la segunda guerra. El autor del libro está presente en la sala en la que se ofrece la conferencia que lo defenestra desde el punto de vista ético. El mensaje es más que claro: en el mundo se sabe que hay cosas horribles. ¿Cuál es la necesidad de barnizarlas estéticamente para darles un estatus artístico?
Las mismas dudas pueden caber ante la lectura de un libro como SULTANES DEL RITMO, última entrega de la Colección Cosecha Roja de Estuario Editora.
Los cuentos de Oyola llevan al lector de los pelos a lugares sórdidos en los que ocurren situaciones perfectamente acordes a ese tipo de lugares.
El texto que abre el conjunto, «Matador», es una historia de cárcel. «Narigueta» es un preso nuevo y como tal, al inicio de su encierro es solo carne fresca. Pertenece al ala de los invertidos. Su referente es Francisco Vadell, el Matador, que ya está pronto para salir, si no pasa nada raro… Pero sí pasa algo raro…
Venía con el arco invicto hasta que nos tocó jugar con los del cuarto.
Con los once del Chelo.
-Gelóu, Fran -le dijo el Negro Sergio cuando vino a arreglar el desafío- ¿Todo piola? Mejor así. ¿Quedamos el sábado entonces?
-Ahí vamos a estar, Negro.
-Ajá. ¿Y el otro partido? ¿También lo van a jugar?
-Yo estoy haciendo conducta hace rato. Me van a perdonar pero a esa cancha no pienso entrar.
-No la podés jugar de Feliciano en esta, chileno.
-Estoy por cumplir, Negro. Decile al Chelo que no quiero hacer ruido.
-¿Y las chicas? ¿Qué van a hacer?
-Yo no las obligo a nada. Van a hacer lo que quieran.
En el relato, con una estructura limpia y sencilla, se intercalan versos de la canción del mismo título de los Cadillacs, que funcionan como anticipación, como guiño.
«Oxidado», el segundo del conjunto, es la historia del encuentro familiar de dos criminales. El abuelo y el nieto, por los que corre el mandato de la sangre, por más que a alguien se le haya ocurrido pensar alguna vez que el ser humano puede quebrar con cualquier determinismo social. Tanto en este como en el anterior priman los códigos cerrados de los grupos y la idea de la fidelidad como primer valor.
En «Rick Astley» la mirada se mueve desde los criminales hacia la policía. Aunque tal vez se trate del mismo mundo.
«El fantasma y la oscuridad» y «Animétal» son los dos mejores relatos del conjunto. En el primero la acción transcurre en los campos de azúcar del norte argentino. El hallazgo estético se encuentra en la forma en la que Oyola juega en los límites del relato hiperrealista y el fantástico en una suerte de realismo maravilloso posmoderno, aunque la historia transcurra durante la dictadura argentina. En el segundo, destaca la construcción que de sí mismo y de su mundo hace el narrador-personaje ante un narratario interno que escucha atentamente una historia que empieza lejos y que cada vez se le acerca más, hasta que en el último momento ya es él mismo parte de los sucesos, perdonado por quien podría, si quisiera, dictaminar otra sentencia.
Si para muestra sirve un botón (este libro), se podría plantear que las virtudes de Oyola como narrador son varias, que podríamos resumir en una sola: sus historias capturan al lector desde el primer momento y lo obligan a mantener una actitud vigilante, defensiva. El lector sabe que el texto lo va a golpear en la cara. Lo presiente desde el inicio, aunque sean inicios extraños muchas veces. Tan extraños que uno se pregunta qué tendrá que ver todo aquello con la idea de un relato policial; hasta que el asunto decanta desde algún fenómeno particular, un personaje que aparece poco menos que de la nada, alguna situación que surge de forma muy natural aunque tenga la apariencia de as en la manga.
Me parece ver a Elizabeth Costello preguntándose por qué escribir sobre estas cosas, por qué plasmar en un libro la historia de un preso decapitado con cuya cabeza juegan al fútbol sus propios matadores. O la de un grupo de adolescentes tumbados por el paco que deciden matar a un dealer amigo por unos cuantos paquetes de droga. Y me parece ver a Leonardo Oyola escuchando esas preguntas, encogiéndose de hombros y diciendo (como dijo en una entrevista reciente): «Era ver todas esas caras y esas cosas, y me daba cuenta de que quería escribir sobre ellas.»
Cuando lo encontré tuve que contener la arcada. El cuerpo de Héctor estaba empapado. La camiseta de San Martín agujereada por el tableteo que escuché. Los rastros de la sangre los había lavado la lluvia. Contuve la arcada pero no las lágrimas. Más viendo lo largo que tenía el pelo: esos rulos deshechos y esturados por el agua.
Lo enterré como pude. Pero no en tierras de los Hileret. Cargué con el cuerpo del changuito varios kilómetros a campo traviesa. Por eso los restos mortales de Héctor Collante descansan a orillas del arroyo Matazambi.
Calificación: Muy bueno
Editorial: Estuario Editora- Colección Cosecha Roja
ISBN: 978 9974 699 73 1